domingo, 18 de octubre de 2009
Otro día para ser
Los gritos de Arturo rompieron la calma del amanecer. El panadero y lo que quedaba de uno de sus hijos abandonaron la rutina en la que estaban inmersos y volvieron sus cabezas interesados por el ruido. Arturo había tenido una pesadilla, el corazón le palpitaba y no podía recordar nada. Alertado el panadero y los despojos de su hijo arrastrándose a su lado, se dirigieron hacia la calle donde encontraron a otros vecinos que también habían oído los gritos de Arturo. Estaban: Marcos el reparador de PCs, doña María empuñando torpemente su escoba, también estaban las hermanitas Sandra y Delfina Mareen. Delfina había pasado parte de la noche con un espejo que encontró tratando de reconocer su propio reflejo, intentaba recordar para qué servía ese objeto. Sandra, en cambio, había encontrado algo que comer y su ropa estaba sucia con los restos de ese alimento. A la creciente caravana que se dirigía hacia los gritos de Arturo se sumó Hugo el pizzero, que tardaba mucho en moverse porque uno de sus pies estaba deshecho y pisaba con el tobillo. Renqueando y gruñendo llegó a la retaguardia del grupo que ya golpeaba la puerta desde donde provenían los gritos. Quién sabe cuanto tiempo Arturo se había quejado en sueños, pero al escuchar los pesados golpes en la puerta supo de inmediato que su mente le había jugado una mala pasada: los cadáveres caníbales habían descubierto su escondite y estaban en busca de alimento. Era difícil ser un superviviente de esa plaga de muertos vivientes, suponía que quedaban pocos vivos como él, cada vez menos. Había aprendido que era mejor huir que atrincherarse, ya que los ruidos del asedio atraían más zombies y en poco tiempo la marea de muertos se volvería incontenible. Mientras preparaba su partida y pensaba qué hacer Arturo recordaba con ironía las veces que había deseado entregarse a los de afuera para que toda esa pesadilla terminase de una vez por todas. Pero no, esa no era la forma, prefería morir peleando. Con la mochila en su espalda y su rifle al hombro Arturo bajó las escaleras y no necesitó llegar hasta la puerta para escuchar como la multitud de lugareños luchaba por pasar a través de la barricada improvisada en silencio durante la noche anterior. Pelear, entregarse, sobrevivir, acabar con la pesadilla, la mente de Arturo le recordaba lo fácil que sería que todo terminase. Más sus esperanzas se parecieron plverizarse al recordar que esa era la única salida, había olvidado una de las más básicas lecciones de supervivencia: siempre tener una ruta de escape alternativa. Revisó sus suministros, al rifle no le quedaban muchas municiones pero tenía un hacha de leñador que nunca le había fallado. Los primeros brazos sucios y lacerados atravesaron los restos de la puerta reforzada, la barricada pronto cedería. Pronto sus deseos se harían realidad.
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