Crónica de una charla-debate
Por algún motivo me convencieron para cubrir una charla-debate con Josefina y Federico. No sirvo para cubrir este tipo de eventos, soy muy disperso, le creo a todos los panelistas y termino sin sacar nada en limpio. Eso cuando voy solo, pero en esta ocasión fui acompañado. ¿Se acuerdan de esa publicidad contra la discriminación donde había un hombre “común” entre una multitud de gente hablando en lenguaje de señas, y el pobre tipo no entendía nada? Ese era yo, esperando a que comience la bendita charla, escuchando a mis dos compañeros cuya vida dedicaron a la música hablar, como era de esperarse, de música pura y exclusivamente. Déjenme decir algo sobre Josefina y Federico: adoran la música, y sobre todo adoran hablar de música. No es ni de casualidad mi caso, porque soy capaz de desafinar tocando el timbre. Desde que habíamos llegado al auditorio, no dejaron de debatir sobre escalas y ritmos; dóricas, menores, Res y Las. Mientras los escuchaba monopolizar mi aburrimiento, mi fantasía tomaba la forma de una bañadera conmigo dentro y con un secador de pelo en la mano. El debate no se decidía a empezar, faltaba un cable o algo y la conversación de mis colegas había virado para el lado de los bemoles. Mientras tanto el auditorio se llenaba cada vez más y la terrible idea de tener que cederle mi asiento a un jubilado o a una embarazada acechaba. Después de un rato de idas y vueltas la gente terminó de acomodarse en sus asientos (por suerte pude conservar el mío) y la atención se centró en los oradores. Todos intelectuales, con barba o bigotudos; pero mi atención fue robada por la única mujer del panel: Hermosa, cautivadora, segura de sí misma, una amazona en esta jungla de cemento que llamamos ciudad. A poco de empezar, comenzaron a caer bombas desde el panel, pero para mi sorpresa nadie se inmutó, es más, creo que detrás mío alguien roncaba. Uno de los barbados oradores continuó con su planteo, y no pareció inmutarlo en absoluto que desde algún lugar no muy lejano descorcharan una botella. Luego pasó el micrófono al señor con imponentes bigotes sentado a su lado Ni bien empezó a hablar, con Fede y Jose nos dimos cuenta de que era alguien de jerarquía. Tenía una cadencia hipnótica y la forma en que entrelazaba sus opiniones y pensamientos rondaba lo subliminal. “-Es por el bigote, se hace respetar-“Dijo Fede medio en voz alta, cosechando las miradas reprobatorias de algunas personas a su alrededor; seguramente también se habían saturado de aquel previo y crítico debate sobre escalas musicales. Mientras tanto el gran bigote continuaba con su exposición, era bueno en lo que hacía, se notaba la presencia que había mencionado Fede, tenía el micrófono hacía largo rato y recién entonces comenzaba a tocar el tema de la charla. Luché por resistirme al ensueño de su nube prosaica, sólo para darme cuenta de que me entregaría a otro voluntariamente: le llegaba el turno de hablar a la profe hermosa, perdón, a la amazona. Ni bien comenzó a hablar noté que era peleadora, Josefina también lo notó, aunque, gracias a su sociabilidad habitual, en el momento no dijo ni insinuó nada. La profe pasaba factura a diestra y siniestra y no perdonaba a nadie, no se callaba nada, blandía su hacha en una guerra personal, sin piedad y sin descanso. Creo que entonces un poco me enamoré, era linda y belicosa, toda una valquiria, mi valquiria, que acuñó, en el fragor de la batalla, una frase que anoté dispuesto a tatuármela en el centro del pecho: “-La lucha por los sueños no debe abandonarse nunca-“. Definitivamente, estaba enamorado. En ese momento nos imaginé juntos en el Valhala tomando hidromiel y comiendo jabalí asado. Lamentablemente debí despedirme de la tierra de Nunca Jamás, ¡Chau Campanita! ¡Chau Peter!, era hora de crecer, era hora de que los sueños finalicen, había terminado el tiempo de la profe hot al micrófono. Consideré por un momento detonar mi chaleco explosivo pero ya era tarde, otro orador había tomado el uso de la palabra y eso me deprimió un poco. Con la atención fuera de la Amazona me dispersé un poco, era la excusa que necesitaba para regresar a mi labor de cronista de lo inusual y relatar todo aquello que nadie más percibía; y estaba dispuesto a dar lo mejor de mí. Desde el lugar donde un rato antes había escuchado cómo descorchaban una botella, surgía el llanto de un bebé. Como si eso fuera poco la sala fue invadida por un no poco tentador olor a empanadas fritas. Entendí entonces por qué lloraba el bebé, seguro preferiría la comida Light.
Casi finalizando la charla encontré a lacayos de organizaciones político-estudiantiles esforzándose por conseguir esclavos del correo no deseado, lanzando una ronda de folletos y planillas para que los incautos anotasen su e-mail. Estaba a punto de lanzar una perorata sobre el error que representa regalar la información personal en esta época de nuevas tecnologías cuando vi a Josefina corrigiendo la gramática de uno de los folletos, y a Federico haciéndole sonrisas a una chica muy bonita que seguramente adoraba la música, porque Fede tiene un tacho bárbaro con las mujeres. Me contuve entonces ante la inminencia de hablar y que a nadie le interese.
Terminaba la charla, el último orador vagaba libre por su retórica, pero sin la ominosidad que mostrara el gran bigote, así que mucha atención no le presté. Estaba agotado por lo tarde que se había hecho, por el miedo a que alguna chispa detonase el chaleco de dinamita que llevaba por las dudas, por el bebé que volvía a llorar y por el aroma de las empanadas que me daba hambre.
Todo había terminado. Antes de haber tenido una chance de acercarme a hablarle, Odin paso a buscar a la Valquiria y se la llevó en moto a su coto de caza en busca de ciervos o de lo que sea que hiciesen los dioses nórdicos para disfrutar de su divinidad.
Nos reagrupamos en la vereda con Josefina y Federico para comentar los logros de cada uno. “-¿Cómo que no anotaste las críticas puntuales a los incisos de la nueva ley?-“. preguntó Fede,”-¿...?-“. creo que respondí y antes de llegar a explicar que no era esa mi tarea, o al menos eso creía, Josefina comenzó a buscar con la mirada la mecha de mi chaleco. “-¿No anotaste nada de lo que habíamos quedado?-“. Decían a coro sin esperar respuesta. Es difícil el terrorismo cotidiano cuando nadie te explica bien qué era lo que se suponía que tenías que hacer. Creo que ni siquiera llegué a intentar explicar las bondades y el rigor periodístico de haber anotado los detalles que nadie más percibiría, cuando Josefina comenzó a tirarme con fósforos prendidos. Entonces Fede, que ya había perdido su fe en la humanidad, le pedía el número de teléfono a la chica que le había sonreído en el auditorio, para recuperarla.
Seguro que en algún lugar dirán que todo fue mi culpa, pero no me preocupa, las metidas de pata son moneda corriente para los terroristas cotidianos como quien les habla. Ya lo decía el loco Chávez, que creo que no se llamaba Hugo: “-El periodismo es un sacerdocio-“. Lástima que esta secta independiente no reciba aportes de los fieles.
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